Navegar por arriba de los árboles, cruzar en altura espejos de agua, apreciar la belleza de sierras y montañas, son sensaciones indescriptibles.
Por Pablo Vera
Para Página 12
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Animarse suele ser lo más difícil. Después, la aventura se desarrolla con vida propia. Nos referimos a disfrutar de un viaje en tirolesa. Llamada también tirolina, dosel, canopy, es básicamente una polea suspendida por cables montados con un declive o inclinación. Por acción de la gravedad, la persona se desliza por un cable mientras se sostiene de la polea. Indefectiblemente, se llega al destino, a una altura inferior a la del lugar de partida.
Las tirolesas existen desde hace cientos de años, utilizadas en las zonas montañosas del Himalaya y Los Alpes. En la actualidad se utilizan en prácticas militares y también como atracción turística.
Donald Perry, estudiante de posgrado de la Universidad de California en la década del ’70, investigaba en la selva tropical de Costa Rica. Su objetivo era un doctorado en biología. La tarea en la jungla no era sencilla. En una soleada mañana, Donald logró llevar a cabo una idea que rondaba en su cabeza hacía días: diseñar una tirolesa que le permitiera volar por la jungla. Los lugareños comenzaron a llamarlo “el hombre mono”.
En la provincia de Buenos Aires se puede disfrutar de un descenso de tirolesas desperdigadas tanto en el conurbano como en el interior. Tigre, Berazategui, Tandil y el Partido de La Costa permiten la aventura.
Es muy recomendable la tirolesa de Necochea, “Lago de los Cisnes”. Como toda tirolesa hay que subir por una escalera al punto más alto, el punto de lanzamiento, y desde allí se inicia el viaje.
Por supuesto, para disfrutar del vuelo otra vez hay que regresar subiendo al punto de lanzamiento.
La industria nacional imita a la tirolesa. Pero sin placer. Para el presidente Javier Milei y su equipo de gobierno, la situación de la industria nacional es el reflejo del intento “absurdo”, según ellos, de negar las “ventajas naturales” que tiene nuestro país en la producción de materias primas, que fue desvirtuada cuando se desarrolló el proceso industrial.
Los lectores de esta columna ya saben que la visión de Milei sobre la historia económica mundial es, por lo menos, limitada. Los países centrales, como por ejemplo Estados Unidos, utilizaron recetas proteccionistas para poner a resguardo su naciente industria a fin de protegerla de las manufacturas inglesas, que hacia finales del siglo XIX eran las más competitivas a nivel mundial.
Fue Alexander Hamilton, en 1789, primer secretario del Tesoro de EE.UU. en el gobierno de George Washington, quien en su Informe sobre las Manufacturas de 1791 argumentó que la Independencia de EE.UU. necesitaba una política que fomentara el crecimiento de la industria manufacturera.
Francisco Suárez-Dávila en “Alexander Hamilton: creador del Estado Desarrollador” (2019), plantea que los pilares básicos de la estrategia de Hamilton eran: gestar una política industrial que protegiera las manufacturas nacientes contra las importaciones inglesas; crear una política industrial para apoyar manufacturas más allá de aranceles, incluyendo incentivos y políticas de estímulo.
Para Hamilton, como para quienes continuaron su legado, EE.UU. debía salirse del corset de David Ricardo, que recomendaba que cada nación se especialice en aquella actividad económica en la que es relativamente más eficiente. Si EE.UU. hubiese seguido los consejos de Milei, sería un país pobre, restringido a la producción de materias primas, vinculado como país satélite a Inglaterra.
El imperio inglés, con Enrique VII, advirtió que los Países Bajos tenían una prosperidad notable, que les impedía competir con ellos en la industria textil. Por ello aumentaron impuestos y prohibieron temporalmente la exportación de lana virgen, advirtiendo que la brecha tecnológica con los Países Bajos les resultaba inalcanzable. Luego de años de medidas proteccionistas, en conjunto con otras políticas, lograron imponerse sobre sus adversarios. Tomaron el trono de país hegemónico en el llamado Sistema-Mundo (concepto construido por Immanuel Wallerstein) en reemplazo de los Países Bajos. Luego este sitial lo perderían al finalizar la Segunda Guerra Mundial a manos de EE.UU.
Volvamos a la Argentina, aunque siempre recordando que la historia es el único laboratorio que tiene la política, y muy en particular la economía política.
Según el último Informe de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial, Argentina en 2024 enfrentó la mayor caída industrial del mundo, con un descenso del 9,4%. Analizado por Misión Productiva, el núcleo es la caída en la demanda interna, la pérdida del poder adquisitivo del salario y lo que consideran un “desarme significativo de políticas industriales”.
¿Políticas Industriales? ¿Qué es eso?
Milei contesta esos interrogantes. En su discurso ante la UIA por el Día de la Industria en septiembre de 2024, dijo: “La mejor política industrial es tener una buena política fiscal y monetaria…” La reducción de una política industrial al plano fiscal va a contramano del vigoroso apoyo estatal que se observa a nivel mundial.
A título de ejemplo, en varios países europeos, tanto centrales como periféricos, el gasto en política industrial como porcentaje del PIB ha pasado del 0,39 al 0,70%. Por el contrario, en Argentina se desmantelan políticas industriales y la apreciación del tipo de cambio dificulta exportaciones tanto como facilita importaciones.
La derogación vía DNU 40/2023 de los programas “Compre Argentino” y “Programa de Desarrollo de Proveedores” está en línea con una política aperturista que fue acordada con el FMI.
El propio consultor Orlando Ferreres, de inocultable simpatía por las políticas aperturistas, debe reconocer que “hacia adelante seguimos esperando que la industria expanda su nivel, aunque los riesgos se han incrementado: la recuperación salarial se detuvo en los últimos meses, afectando la recuperación de la demanda que anticipamos, a su vez las últimas bajas arancelarias a las importaciones junto con el contexto cambiario podrían perjudicar a sectores puntuales”.
Aun con la sutileza de “puntuales”, está claro que asistimos a una nueva etapa de la llamada “desindustrialización compulsiva”.
El panorama en términos de destrucción del entramado pyme es desolador, con la desaparición de más de 12.000 empresas, y el consiguiente desastre en términos de destrucción de capital y empleo.
La sobrevivencia del entramado industrial argentino está en serio riesgo. A esto le sumamos que las industrias pagan un costo de gas muy por encima del precio internacional. Al respecto, el documento “Vaca Muerta debe servir primero aquí”, del Instituto de Energía Scalabrini Ortiz, ilumina sobre el tema: el costo total del gas, incluyendo gastos indirectos y administrativos, es de 54 dólares/Mm3. Sin embargo, el precio de venta mayorista es de 129 dólares/Mm3. El Instituto afirma que “ello implica un beneficio bruto sobre los costos del 133%”. Calculan un sobreprecio de alrededor de 1679 millones de dólares, lo que nos lleva a la conclusión que podría tenerse un precio entre 20 y 30% más barato, lo que contribuiría a una mejora sustancial en la competitividad de la industria local.
Asistimos al intento ¿final? de destrucción de la industria nacional. Es una vuelta sin retorno a finales del siglo XIX: economía primarizada, sin derechos laborales y con salarios de subsistencia.
Milei quiere complementar la motosierra con la tirolesa. Doble peligro.