El elenco de Úbeda se hizo fuerte en la Bombonera, se impuso por 2 a 0, aunque mereció más. El santiagueño fue clave, abrió el marcador y asistió en el segundo tanto. River y Gallardo, cada vez más complicados.
Era un gol. Uno solo alcanzaba para hacer caer a un River en modo S.O.S., frágil, confundido y sin alma. Pero Boca no se conformó con eso: lo golpeó dos veces, lo dejó nocaut y encendió una Bombonera que explotó de alegría después de casi tres años sin títulos y de derrotas que dolieron más por orgullo que por tabla. El 2-0 tuvo el sabor de la venganza y la emoción contenida de un pueblo que sintió que por fin se saldaban viejas deudas.
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El equipo de Claudio Úbeda jugó con inteligencia. No buscó golear, buscó ganar. Lo hizo con cabeza, carácter y estrategia, sabiendo que enfrente había un rival al borde del colapso. Exequiel Zeballos fue el alma del clásico: marcó el primero tras un rebote ante Armani y asistió a Miguel Merentiel en el segundo, tras una corrida furiosa que desató el delirio.
River, en cambio, fue un cúmulo de dudas. Con una línea de cinco defensores que nunca fue tal, jugó a no perder. Pero cuando Boca aceleró, se quedó sin argumentos. El gol de Zeballos lo derrumbó anímicamente, y el segundo lo terminó de borrar del partido. Gallardo cambió nombres, esquemas y hasta ideas, pero nada alcanzó. Su equipo, con presupuesto europeo y alma de Nacional B, quedó expuesto en una de sus peores versiones.

El cierre fue una fiesta azul y oro. Los “oooleee” bajaban de las tribunas, Úbeda sonreía sabiendo que su equipo había recuperado su identidad y Boca volvía a creer. No fue solo un triunfo clásico: fue un golpe al ciclo que más lo hizo sufrir, una venganza servida caliente, ruidosa y gloriosa. Y en medio del festejo, un nombre brilló por encima de todos: Zeballos, el santiagueño que volvió a ser el Changuito y se adueñó del Superclásico.




