El respaldo de Occidente a Israel es un eje estructural de su dominación global. Desde Washington hasta Bruselas, pasando por Berlín y Londres, el bloque occidental no solo justifica lo injustificable, sino que financia, blinda y arma a una entidad que solo puede sostenerse mediante el exterminio sistemático del pueblo palestino.
Por Carmen Parejo Rendón
Para RT
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Así, lo que en cualquier otro lugar se reconocería como crimen de guerra o genocidio, en Occidente se maquilla de "derecho a la defensa" o "respuesta proporcional". No son errores ni excepciones, y mucho menos miopía: es la expresión de una arquitectura geopolítica cimentada sobre siglos de colonialismo, racismo y violencia imperialista. Donde hay imperialismo, hay genocidio. Palestina, simple y desgraciadamente, no es la excepción.
El este del Mediterráneo —históricamente conocido como Levante— ha sido durante siglos una encrucijada estratégica. Esta franja, situada entre Europa, Asia y África, concentra rutas clave como el canal de Suez y alberga yacimientos de gas natural en la cuenca levantina. En este enclave simbólico y geopolíticamente decisivo, las potencias europeas implantaron un proyecto colonial con rostro moderno. La entidad sionista fue concebida, en ese sentido, como una avanzada militar para garantizar el control de recursos, bloquear cualquier intento de soberanía regional y mantener una presencia occidental permanente.
Lejos de nacer como respuesta al Holocausto, el sionismo surge mucho antes, en el siglo XIX, como un proyecto nacionalista europeo en plena expansión colonial. Mientras las élites políticas e intelectuales debatían qué hacer con la "cuestión judía", el antisemitismo institucional europeo empujaba a millones de judíos a la marginación. En lugar de combatir esa exclusión, el sionismo la asumió como premisa: no luchó por restituir derechos en Europa —la tierra que los había visto nacer—, sino que planteó su expulsión hacia otra parte del mundo.
La Declaración Balfour de 1917 no fue un gesto de reparación, sino una maniobra estratégica del Imperio británico para consolidar su control sobre Palestina, tras la caída del Imperio Otomano. Así, el sionismo se convirtió en herramienta del reparto colonial: una forma de externalizar el "problema judío" europeo, sembrar división en Oriente Medio y justificar la ocupación bajo ropajes de civilización. La clásica estrategia de propaganda colonial que, además, servía de escondite para el antisemitismo estructural europeo.
Tras la Primera Guerra Mundial, el nuevo orden colonial se oficializó bajo el amparo de la Sociedad de Naciones. Francia impuso fronteras artificiales y regímenes confesionales en Siria y Líbano; Reino Unido hizo lo propio en Irak, Transjordania y Palestina, donde promovió activamente el proyecto sionista, legalizando la compra de tierras y facilitando el desplazamiento de comunidades campesinas árabes. Al mismo tiempo, surgieron milicias paramilitares sionistas como Haganá, Irgún y Lehi, que utilizaron el terror para expulsar a la población autóctona y consolidar el dominio territorial.
Frente a esta doble colonización —británica y sionista—, el pueblo palestino protagonizó entre 1936 y 1939 una de las primeras rebeliones anticoloniales del siglo XX, habitualmente silenciada. La respuesta fue brutal: represión masiva, ejecuciones, demolición de aldeas y colaboración directa entre las fuerzas británicas y las milicias sionistas. Esta alianza, además, asentó las bases del futuro Estado de Israel: Haganá se transformaría en las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), mientras que el Irgún daría origen al partido Likud, hoy encabezado por Benjamin Netanyahu. La continuidad entre aquellas estructuras violentas y el poder político-militar actual no es anecdótica, sino que expresa la vigencia de un proyecto colonial que nunca fue desmantelado y que siempre contó con la promoción de las potencias occidentales.
Después de la Segunda Guerra Mundial, con Europa debilitada, Estados Unidos asumió el liderazgo del bloque occidental. E Israel se incorporó como enclave estratégico: armado, financiado y protegido en todos los foros internacionales. No se trata de una simple alianza, sino de una simbiosis. Washington encontró en Tel Aviv un portaaviones permanente sin necesidad de tropas. A cambio, Israel frenó movimientos panarabistas, saboteó la unidad regional y neutralizó cualquier intento de soberanía. En ese sentido, es importante no olvidar que Israel no actuaba —ni actúa— por su cuenta, sino como brazo armado de un orden global que prioriza la estabilidad del capital sobre los derechos de los pueblos.
En el siglo XXI, la guerra se consolidó como forma de gobierno, con el inicio de la decadencia del mundo unipolar. Israel intensifica su ofensiva sobre el pueblo palestino y se convierte en referente de control poblacional, urbanismo militarizado y tecnología represiva. Las técnicas ensayadas en Gaza se exportaron como mercancía de seguridad. Paralelamente, Israel participa en la fragmentación regional: bombardeos sobre Siria y Líbano, cooperación con dictaduras del Golfo y apoyo a los planes de balcanización de Irak. La guerra se vuelve cada vez más rentable, sostenida por un complejo militar-industrial occidental en expansión.
En este esquema, el genocidio no podemos interpretarlo como un accidente o el reflejo de las "locuras" de un gobierno puntual. Desde las colonias africanas hasta el Plan Cóndor en América Latina, pasando por Vietnam o Argelia, el exterminio ha sido una constante histórica. Simplemente, Gaza no es, como decía al inicio, una excepción. Por eso no escandaliza: porque cumple su función. La intervención de Alemania ante la Corte Internacional de Justicia para defender a Israel lo confirma. Berlín se presentó como "autoridad en genocidios". ¿Como autores del Holocausto? ¿Del exterminio herero y nama en Namibia? Sí, expertos son. Pero en perpetrarlos, no en evitarlos.
Así es como el cinismo alcanza su cúspide cuando la víctima —el pueblo palestino— es tratada como agresora, y el victimario, como garante de la ley. La reproducción, una vez más, del aparato ideológico del imperialismo, que mientras produce muerte, administra la justicia y, a su vez, dicta cátedra sobre derechos humanos.
Occidente no apoya a Israel a pesar del genocidio, sino porque el genocidio es funcional a sus fines. Donde el capital necesita sometimiento, la violencia se vuelve legítima. En Palestina, como pasó en Vietnam y El Salvador, el exterminio se presenta como orden; la ocupación, como estabilidad; y la resistencia, como terrorismo.
El sionismo fue desde el inicio una prolongación del colonialismo europeo, y hoy es pieza clave del engranaje militar-financiero global. Cuando el capital necesita sangre, las potencias occidentales proveen armas, blindaje diplomático y relatos justificadores. Si queremos justicia, habrá que construirla fuera —y contra— este orden mundial.