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Opinión y Actualidad

Crítica de "La grazia"

Un canto sosegado al entendimiento humano, la décima película del cineasta de Nápoles imagina un presidente italiano a las antípodas de Silvio Berlusconi.

28/08/2025

Por Mariona Borrull
Para Fotogramas

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“¿Quién es dueño de nuestros días?”. Según Dorotea, la hija y asesora del político ficticio Mariano De Santis (Toni Servillo), esta es la pregunta ha de guiar cada decisión de un gobierno responsable. El Paolo Sorrentino de ‘La juventud’ o ‘Silvio (Y los otros)’ hubiera continuado la pregunta como anecdotario paradójico, chillón y listillo, pero el de ‘La grazia’ sabe que en los laureles se ha fraguado el peor de los panoramas políticos y, así, hoy canta un alegato a la necesidad de posicionarnos de forma clara, a pesar de nuestras dudas y falibilidad.

‘La grazia’ es, por un lado, un thriller judicial de cámara alrededor de un hombre y tres decisiones. Bajo el escrutinio agudo de Dorotea (una excelente Anna Ferzetti, ‘Diamanti’), un reflexivo De Santis debe decidir sobre dos solicitudes de indulto por asesinato, dos perfiles criminales que superan los límites del Derecho Penal para convertirse en cuestiones de pura ética. Por otra parte, De Santis decide llevar adelante una Ley para legalizar la eutanasia que, como católico, también le genera profundas dudas. La película va a ahondar con insistencia sobre la complejidad de estos tres cabos sueltos, aunque los dos indultos queden algo desdibujados por falta de tiempo y, por lo menos desde España, miremos la problemática del suicidio asistido como un dilema entre muchas comillas, o un rompecabezas filosófico alargado innecesariamente.

Sin embargo, ‘La grazia’ se construye como ovillo de interrogantes e ilustraciones en pro y en contra, en un auténtico ejercicio de mayéutica socrática que invita siempre a pensar más allá. Digno heredero del Jurado 8 de Henry Fonda en ‘12 hombres sin piedad’, De Santis es un político inteligente y humanista, un padre utópico para la sociedad italiana, que justifica con la calidad de sus decisiones incluso los larguísimos tiempos muertos de la burocracia. El gobierno humano ha de dialogar, pausar y actuar, invoca Sorrentino, quien asimismo se permite contraponer su tesis añadiendo un apéndice sobre los peligros del control remoto y la inteligencia artificial. Que quién es dueño de nuestros días, insiste Mariano De Santis. De los hombres para los hombres, del pueblo bien representado. “Hombres”, claro, como se escribió en la Declaración Universal de Derechos Humanos. El cineasta tras la bella ‘Parthenope’ jamás ha renunciado a lo añejo de su perspectiva, si bien incluso el presidente empieza a apreciar la música urbana de un trasunto Bad Bunny italiano.

De hecho, ‘La grazia’ crece cuando se reconoce un sentido cuento familiar, puerta al reencuentro entre un padre que trata de ser coherente para no decepcionar, una vez más, a la hija que lo acompaña y que sostiene, con pulso firme, un espejo a sus peores defectos. Resultan de una potencia inaudita las discusiones entre Toni Servillo y Anna Ferzetti, quienes incorporan tanto la presteza incisiva de los mejores procedurales políticos, así como los vaivenes emocionales minimalistas, dolorosos y sin concesiones, de un drama bergmaniano.

A la conjunción de dos personajes centrales bien definidos y a un guion con un mensaje muy claro, hasta pecar de divulgativo, se le suma un Paolo Sorrentino más aterrado y silencioso que nunca. La puesta en escena del napolitano, antaño muy dada a la pirotecnia videoclipera, pule hoy los caminos hacia las situaciones memorables que tanto son de su agrado. Argumento por encima de ocurrencia: salvo algún deshonroso paréntesis (como la caída de un viejo político ante los ojos piadosos de De Santis, porque la Piedad siempre requirió de un tiempo solemne), en ‘La grazia’ si la cámara se mueve es en sintonía con los tiempos de un gigante rumiando. Y si alguien habla, es mayoritariamente porque tiene algo valioso que decir. Sorprende, viniendo del maestro del gran guiñol de la noche romana, ‘La gran belleza’, pero lo estrafalario aquí resulta excepcional.

Quizás porque Sorrentino ha renunciado ya a ser felliniano, o porque ha advertido que las grietas en los contrafuertes de sus protagonistas más memorables eran, en efecto, más interesantes que sus efigies perfectas. El caso es que Mariano De Santis ya no construye catedrales verbales sobre el Amor, de Justicia o de Deseo. Hoy suben al escenario la tristeza, la soledad, los celos, la rabia por no olvidar deprisa o los colores que perdemos con la muerte de un amante; es decir, la emoción a pie de calle. Dueño de sus días es el valiente que se atreva a vivirlas todas.