Es fundamental identificar los elementos diferenciadores entre el contexto de los 90 y el actual para tomar real dimensión de la importancia de la relación especial entre nuestro país y el gobernado por Trump.
Por Sergio Berensztein
Para La Nación
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Es casi un lugar común comparar el muy estrecho vínculo de la Argentina de Milei con Estados Unidos y aquellas “relaciones carnales” de la (por algunos) idealizada década menemista. Es cierto que, como ahora, en los años 90 nuestro país se alineó de forma automática e incondicional con Washington, con innumerables gestos de amistad y cooperación, como el envío de dos fragatas a la primera Guerra del Golfo como parte de la coalición internacional que enfrentó al dictador iraquí Saddam Hussein o la participación en fuerzas de paz en la ex Yugoslavia, entre otros destinos. EE.UU. retribuyó ese compromiso con decisiones generosas, como la inclusión de la Argentina en el G-20, conformado en 1999, consecuencia de la crisis financiera asiática, como un organismo para mejorar la coordinación de políticas económicas y evitar así el contagio y las repercusiones negativas que pudieran poner en riesgo la dinámica de globalización que experimentaba el sistema internacional. El hecho de que nuevamente se esté tramitando el ingreso en el programa por el cual los viajeros de nuestro país podrán entrar a EE.UU. sin necesidad de obtener el visado consular, facilidad a la cual accedimos también durante el gobierno del riojano y que estuvo vigente hasta 2002, multiplicó la propensión a trazar analogías e imaginar similitudes entre ambos períodos, no siempre con la rigurosidad y la sensibilidad por el contexto que deberían acompañar semejantes esfuerzos de relacionamiento.
Ninguno de los dos países se parece en nada a lo que eran hace tres décadas. Ni siquiera el mundo o la inserción de ambas naciones en el sistema internacional tienen demasiados rasgos en común con esa época. En la actualidad proliferan tensiones y conflictos de orden geopolítico, algunos de las cuales involucran tanto a la Argentina como a la región, ausentes en esa bucólica era en la cual no pocos se habían abrazado a la ingenua utopía del “fin de la historia”. Resulta por lo tanto fundamental identificar los elementos diferenciadores entre ambos contextos para adquirir real dimensión de la importancia que tiene la relación especial entre nuestro país y el gobernado por Donald Trump.
El colapso de la Unión Soviética y el triunfo de la coalición occidental en la primera Guerra del Golfo convirtió a EE.UU. no solo en la única potencia global, sino en un poderoso impulsor de la díada democracia-mercado a escala planetaria. Intentó promover la solución pacífica de conflictos históricos, incluidas ambiciosas iniciativas como los Acuerdos de Oslo (septiembre de 1993), que aspiraban a alcanzar una paz duradera en Medio Oriente o, más tarde, las negociaciones frustradas de Camp David en las postrimerías de la administración Clinton (julio de 2000). En paralelo, el enviado especial George Mitchell tuvo un destacadísimo papel para lograr el Acuerdo del Viernes Santo (también conocido como “de Belfast”) en Irlanda del Norte (1998), que puso fin a décadas de violencia religiosa. Clinton intervino militarmente en la ex-Yugoslavia para evitar un genocidio: la limpieza étnica de poblaciones musulmanas, en particular en la zona de Kosovo. Su gobierno fortaleció el papel de la OTAN, ayudó a consolidar la conformación de la Unión Europea y asistió de manera crítica a México, vecino y socio comercial, para superar la crisis financiera de 1995 (efecto tequila). Japón seguía siendo la segunda economía del mundo y ni China ni la India habían experimentado el proceso de modernización y cambio estructural por las que son hoy reconocidas.
EE.UU. era un país poderoso, seguro de sí mismo, con infinidad de conflictos internos (raciales, sociales, culturales), pero con una confianza irrefrenable en su identidad y su forma de vida. El “sueño americano” (construir una vida digna para familias e individuos independientemente de su nacionalidad, raza o religión, acceder a una vivienda digna, integrarse al melting pot) estaba más vigente que nunca y atraía a millones de inmigrantes que rápidamente se incorporaban al mercado de trabajo y a una sociedad horizontal y permeable en la que los motores de movilidad social ascendente funcionaban con dinamismo y versatilidad.
Por su parte, la Argentina cumplía sus primeros diez años de democracia, acababa de superar la última asonada militar, se abrazaba a un régimen de cambio fijo para salir de la hiperinflación e iniciaba un proceso de transformaciones extraordinario gracias a notables flujos de inversión extranjera y a innovaciones de carácter revolucionario, como la expansión de la siembra directa. Hacia mediados de la década comenzaron a acumularse problemas que luego escalarían, como la desocupación, el atraso cambiario, la corrupción y la impunidad por deficiencias en la Justicia. Pero se aspiraba a continuar en la senda del desarrollo económico, político y social como aliado extra-OTAN de EE.UU., inserto en el comercio internacional junto al Mercosur y fortaleciendo sus credenciales en favor de la paz y la defensa de los derechos humanos.
Lejos de la superficialidad de aquellas “relaciones carnales”, hoy el contexto está dado para un vínculo realmente estrecho entre ambos países, pero a partir de intereses muy diferentes. EE.UU. tiene la mirada puesta en el Atlántico Sur. Por un lado, por la presencia y las pretensiones de sus enemigos/adversarios en la Antártida, en especial China y Rusia. Por el otro, porque el Estrecho de Magallanes se reposicionó como un área clave para el comercio internacional luego de los problemas logísticos y funcionales que afectaron al Canal de Panamá. Asimismo, preocupan la consolidación en la región de redes de crimen organizado de escala global, incluido el narcoterrorismo, a menudo respaldado por naciones que amenazan o desafían los intereses y la soberanía de EE.UU. Más: países como Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia se convirtieron en aliados estratégicos de China, Rusia y, más que nada, Irán. En un mundo cada vez más volátil, incierto, complejo y ambiguo, EE.UU. pretende recobrar influencia en una región en la que desde 2005, cuando fracasó la idea de extender el libre comercio en todo el continente, viene perdiendo peso relativo.
En este marco, la Argentina se perfila como el principal aliado en el continente. La política proteccionista de Trump, con la guerra arancelaria como su instrumento más visible, genera enormes conflictos con socios históricos como Canadá y México, con los que además existen tensiones en las fronteras. Colombia y Brasil, dos de sus aliados más tradicionales, están gobernados por líderes que por ideología (Gustavo Petro) o por su apuesta a los Brics (Lula) están enfrentados con Washington. La cuestión de las deportaciones genera dolores de cabeza en muchos otros casos. La Argentina no solo no los tiene, sino que existe empatía personal y fluidos canales de negociación entre ambos presidentes y sus respectivas administraciones.
EE.UU. busca recuperarse luego de un cuarto de siglo en el que, a pesar de continuar su asombroso recorrido en términos de desarrollo económico, experimentó un conjunto de shocks negativos que afectaron su autoestima y expandieron la brecha entre ricos y pobres. Entre ellos se destacan los ataques del 11 de septiembre de 2001, la crisis financiera internacional (2008), el impacto de la digitalización, la robotización y ahora de la inteligencia artificial y, naturalmente, la pandemia de Covid-19. La Argentina, por su parte, persigue su camino a la estabilidad y el crecimiento sostenido, luego de caer en la trampa de un populismo inflacionario que condenó al país a un estancamiento de tres lustros, durante el cual se profundizó una decadencia casi secular.