El mundo está atravesado por un estado de movilización general. Con distintas motivaciones, existen manifestaciones en EE.UU., Hungría, Francia, España, etcétera., incluyendo la gran manifestación provocada por la detención de la expresidenta Cristina.
Por Jorge Alemán
Para Página 12
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En todos los casos, las mismas reivindican y hacen suya una demanda particular que no estaría siendo satisfecha por los imperativos del mercado.
En cada movilización queda circunscrito un punto crítico del sistema, un síntoma social que insiste bajo el modo clásico de la injusticia social. Este estado de cosas a veces induce a un error de perspectiva muy frecuente; se describen a dichas movilizaciones como si se tratara de una ola imparable que tarde o temprano producirá una crisis de representación, o incluso imponer un cambio radical en el sistema político.
Hay que señalar que este error a la vez conduce a una situación social paralizante, se termina confiando en que las propias marchas del movimiento social pueden hacer caer al gobierno. Como si una tendencia inevitable lograra, con una magia especial, unificar las distintas demandas de obreros, médicos, estudiantes, jubilados, feministas, etc.
Precisamente el dilema mayor es que esta situación nunca está asegurada. El enigma de la articulación de las distintas demandas heterogéneas solo se puede producir si emerge un símbolo que logre, al menos parcialmente, su articulación. Cuestión que va acompañada de la siguiente pregunta: ¿qué persona, partido, movimiento o colectivo puede irrumpir investido con una potencia suficiente como para encarnar esta reunión?
Sin duda, este sería el paso en donde el paisaje de las movilizaciones permanentes, sus rutinas disruptivas -si se nos permite el oxímoron- mutarían y le darían forma a esa nueva realidad política, que desde Gramsci a Laclau se denomina Hegemonía.
Existen distintos obstáculos, ninguno definitivo e insalvable para que un asunto de este calado se pueda resolver. En primer lugar, las distintas manifestaciones tienen su propio ecosistema, sus propias redes de circulación, y no logran darle lugar a un deseo político que cambie la insatisfacción de las demandas y las reformule en un gran proyecto.
Otra cuestión es la dificultad, después de la pandemia, para que las autoridades simbólicas sean investidas colectivamente y que entonces un liderazgo popular pueda convocar a una fuerza efectiva en su poder de confrontación.
Por último, la etapa ultraderechista del mundo ha logrado difuminar muchos de los legados históricos para sustituirlos por un embrutecimiento mediático-informativo que promueve un nuevo tipo de nihilismo, que consiste en no tomarse nada en serio, aunque lo peor avance de un modo eficaz. En definitiva, no hay una historia que valga como un fundamento objetivo que prescriba que un cambio es ineludible.
Se trata siempre de una apuesta incondicional, que pasa por la articulación de demandas particulares que se vertebren en una lucha común frente a la ultraderecha neoliberal, que acepten un liderazgo que despierte la mayor confianza posible precisamente por saber interpretar el porvenir. Una experiencia política histórica solo puede retornar si ocupa un lugar nuevo y distinto frente a los dispositivos del poder.