Hay dos grandes cuestiones que deja en claro la impactante asunción del nuevo pontífice. La primera es que la Iglesia demuestra no estar tan dividida como se había señalado antes de iniciarse el Cónclave. La segunda, constata que la institución, por encima de sus tensiones internas, tiene claro el lugar que debe ocupar más allá de su compromiso espiritual.
Por Marcelo Cantelmi
Para Clarín
HACÉ CLICK AQUÍ PARA UNIRTE AL CANAL DE WHATSAPP DE DIARIO PANORAMA Y ESTAR SIEMPRE INFORMADO
Hay dos grandes cuestiones que deja en claro la impactante elección del papa León XIV. La primera es que la Iglesia demuestra con esta novedad no estar tan dividida como había señalado con insistencia un conjunto de especialistas antes de iniciarse el Cónclave. La segunda, de igual o mayor importancia, constata que la institución, por encima de sus tensiones internas que efectivamente existen, tiene claro el lugar que debe ocupar más allá de su compromiso espiritual.
Es por eso que todo el episodio tiene la impronta del Papa argentino muerto y se revalida el sentido de su designación en 2013, cuando la Iglesia necesitaba abandonar un encierro elitista. Ahora exhibe una continuidad quizá aún más potenciada sobre el sendero del pontífice desaparecido.
El norteamericano y peruano Robert Prevost ha sido un aliado profundo de Jorge Bergoglio y en sus primeros pasos en el papado se revela como un continuador de la noción de una “Iglesia callejera”, reivindicando en un perfecto español su tarea pastoral durante casi dos décadas en una comarca de toda pobreza en Perú y exhibiendo una notoria distancia con el gobierno de su país de nacimiento.
Son importantes estas observaciones, atento a lo que sugiere. Sería ingenuo no asumir a la Iglesia como un poder global y decisorio, también superestructural. Son múltiples las voces que hablan a través de esta estructura. El resultado del cónclave son señales que salen a contradecir y disputar las políticas que se han impuesto de un punto al otro del planeta, marcadas por un discurso creciente que reivindica el odio contra la conciliación y que muestra un desprecio por la otredad, celebra la xenofobia y destruye el sentido de la legalidad internacional.
No es por ahí, sería el mensaje en sencillo y no excluyentemente pastoral. De modo que esta designación no es, por ejemplo, una buena noticia para el Estados Unidos de Donald Trump y sus aliados, aun cuando la novedad corone a un compatriota del magnate. Tampoco para los emergentes extremistas europeos que han hecho de la persecución a la migración y el desprecio a los derechos humanos una política rutinaria.
Vale preguntarse a partir de ahora el impacto de este Vaticano con este liderazgo reciente, cuando sus posiciones se conviertan en un potente reclamo a la Casa Blanca para corregir sus políticas. Prevost en el pasado anticipó parte de sus criterios. Ha sido activo en las redes y replicó mensajes que denunciaron que “no hay nada remotamente cristiano, estadounidense ni moralmente defendible en una política que separa a niños de sus padres y los encierra en jaulas”.
En ese sentido, este nuevo Papa viene a martillar sobre los clavos sociales que dejó su antecesor y es claro que generará tensiones también políticas. Se verá si además abre un poco más las puertas culturales que Bergoglio entornó, sobre el lugar de la mujer, los homosexuales y los divorciados. Además de la aguda cuestión del celibato, entre otros capítulos significativos. La modernidad es posiblemente el mayor desafío de la Iglesia para su futuro. Cómo lo resuelva es una duda, pero se debe reconocer que no le falta un olfato fino para detectar los caminos de la historia.