El premier israelí, Benjamín Netanyahu, decía a finales de diciembre de 2023, que Israel "se defendía en siete frentes", haciendo referencia a Gaza, Cisjordania, Líbano, Yemen, Siria, Irak e Irán. Una idea en la que ha insistido en distintas oportunidades y que utiliza de forma recurrente para presentarse como la "víctima" de la situación de escalada incesante del conflicto en la región.
Por Carmen Parejo Rendón
Para RT
Sin embargo, Netanyahu, deja de lado dos frentes más que su gobierno tiene abiertos y que no solo sirven para explicar el escenario general, sino que también ayudan a plantear posibles resoluciones del conflicto. Por un lado, el plano interno, dentro del propio Estado de Israel, y, por otro, el escenario geopolítico internacional.
Desde 2019 hasta 2022, en apenas tres años y medio, se llevaron a cabo cinco elecciones legislativas en Israel, debido a que ninguna opción de gobierno resultante conseguía mantener un proyecto estable.
Finalmente, en las elecciones de noviembre de 2022, Netanyahu —que ya había sido primer ministro en cuatro períodos anteriores (1996-1999; 2009-2013; 2013-2015; 2015-2020)— conseguía formar gobierno, eso sí, apoyado en los partidos más ultras y de extrema derecha de Israel. Formaciones políticas aún más extremistas que el propio partido Likud, al que pertenece el actual primer ministro.
Para comprender esta alianza debemos atender a varios factores. Durante 2018 y 2019 se produjeron divisiones dentro de la derecha en la Knésset (Parlamento israelí), debido a las acusaciones de abuso de poder sobre la figura de Netanyahu, lo que facilitó una alianza de sus oponentes Naftali Bennett, líder de la formación de extrema derecha Yamina, y el centrista Yair Lapid, para conformar un gobierno, que igualmente no estuvo exento de contradicciones hasta su caída.
Además, en el año 2020, la justicia israelí inició tres procedimientos judiciales contra Netanyahu, acusado de haber cometido fraude, soborno y abuso de confianza. El premier israelí respondió entonces con un paquete de reformas judiciales, que fueron rechazadas por la población con multitudinarias protestas. Muchos analistas y rivales políticos afirman que la escalada del conflicto y la situación de guerra le estarían sirviendo al primer ministro para esconder estas causas e incluso para sacar adelante sus proyectos y evitar una condena.
La reforma judicial promovida por Netanyahu, además, reabrió heridas profundas de la propia construcción de la identidad nacional del Estado de Israel. Pese a que nació en 1948, su surgimiento estuvo carente de dos elementos fundamentales: una constitución y una delimitación fronteriza clara. Estas faltas son la base sobre la que se fundamenta la situación crítica actual y la razón de un colapso interno más que posible.
En primer lugar, la inexistencia de una Constitución ha favorecido un debate abierto sobre la propia idea de identidad nacional, que se ha suplido habitualmente con leyes fundamentales, en ocasiones contradictorias. La principal paradoja ha pivotado en torno a si debía prevalecer un proyecto de base "blanca" (es decir, de origen europeo), o sustentado en la unión por la religión que, por tanto, debía admitir a todos los judíos, también los orientales, como parte del proyecto y en igualdad de condiciones.
Los gobiernos laboristas favorecieron durante años un proceso de aculturación de los judíos mizrajíes (orientales), una desarabización de los mismos, que, no obstante, no ha servido para que no existan profundas diferencias sociales y económicas entre estos; y los judíos azkenazís (europeos), que han dominado el poder político y económico.
Este debate lleva necesariamente a dos conflictos: por un lado, si el proyecto colonial es europeo, es difícil justificar la idea de Estado-Nación estrictamente judío y menos en un sentido laico; por otra parte, si se desea corregir esta contradicción, Israel se va a aproximar cada vez más hacia las posiciones de un Estado teocrático.
Teniendo en cuenta este escenario, no es sorprendente que Israel tenga hoy por hoy el gobierno más reaccionario de su historia. Una tormenta perfecta que combina esta contradicción de base y que conduce, de forma inevitable, al proyecto sionista hacia la conformación de una teocracia. En este caldo se une la figura oportunista de Netanyahu, que está aprovechando la situación para solucionar sus propios problemas judiciales.
Sin embargo, para comprender por qué estas contradicciones de base se han ido agudizando aún más en los últimos años, es necesario poner el foco en el rol regional e internacional que ha desempeñado Israel y que nos lleva al último de los nueve frentes: la pugna geopolítica.
En 1956, tras la nacionalización del Canal de Suez por el presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, Francia e Inglaterra movieron ficha usando a Israel, lo que desembocó en la llamada Guerra del Sinaí.
Esa jugada consolidó el rol que iba a desempeñar Israel al servicio de las potencias occidentales en la región, un elemento fundamental que ha sostenido su estructura, pese a todas las contradicciones internas que iba acumulando en su desarrollo histórico. A fin de cuentas, Israel es el agente occidental en la región.
Con la Guerra de los Seis Días, el conflicto en Oriente Medio se clarificaba aún más como una pugna geopolítica. Si bien las potencias occidentales apoyaron a Israel, las naciones que integraban el Pacto de Varsovia respaldaron a los países árabes, llevando incluso a una ruptura de las relaciones diplomáticas entre la Unión Soviética e Israel, que no se retomarían hasta 1991.
Durante este último año, con la agudización del conflicto, también estamos viendo cómo este escenario interfiere de forma directa en la pugna geopolítica que se está desarrollando en la actualidad.
Más allá de la natural posición de algunos países árabes de apoyo a la causa palestina, también vemos cómo otros actores internacionales han ganado peso en la esfera diplomática en relación a esta cuestión. Desde la demanda presentada por Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia (CIJ), hasta hechos más recientes, como el llamamiento a organizar un "movimiento mundial" de apoyo a Líbano y a Palestina, promovido recientemente por el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro, tras su encuentro con el embajador de Líbano en Caracas.
Recordemos que la actual pugna geopolítica no esconde un enfrentamiento entre iguales, sino que es el resultado de una relación de desigualdad entre las naciones. Es este escenario el que genera inevitablemente un choque entre un centro, dominado por EE.UU. y las potencias de Europa Occidental, y una periferia que ha subordinado en este proceso su economía a los intereses de ese centro, con la consecuencia de una pérdida sistemática de soberanía política y una condena al subdesarrollo económico.
Conceptos como "Occidente" o "Sur global" ponen de manifiesto este choque que, en ningún momento ha dejado de existir, aunque haya recibido distintos nombres.
En ese sentido, el rol que las distintas naciones del llamado "Sur global" están asumiendo en la esfera internacional no solo debemos leerlo desde la perspectiva básica humanitaria de apoyo al pueblo palestino, sino que escenifica también una lucha extendida por todo el planeta que enfrenta el dominio occidental y, en consecuencia, a todas sus herramientas de dominación.
El pueblo venezolano o sudafricano interpretan, de forma lógica, que ellos y el pueblo palestino o libanés se encuentran enfrentando a un mismo enemigo.