En los últimos tiempos se han multiplicado los ensayos que advierten sobre los peligros que encierra la inteligencia artificial.
Por Héctor M. Guyot, en diario La Nación
En este asunto está ocurriendo lo mismo que con el cambio climático: veinte años atrás, los que anunciaban que el calentamiento global era un grave riesgo para el planeta eran tenidos por unos locos lindos; hoy los locos son los que cierran los ojos ante la evidencia. La alarma sobre las consecuencias del avance imparable de la tecnología, ahora con la IA en la primera línea, también pasó de los márgenes al mainstream. A la mirada crítica de pensadores como Evgeny Morozov, Bifo Berardi o Eric Sadin se suma hoy la de un ensayista best seller, Yuval Noah Harari. En su nuevo libro, Nexus, el autor israelí advierte que la IA no es una herramienta, sino un agente que toma decisiones, capaz de alterar el curso no solo de la historia de nuestra especie, sino de la evolución de todos los seres vivos. El poder, dice, se ha transferido de los humanos a los algoritmos. Palabras textuales.
Me alegro que Harari amplifique esta preocupación a escala global. La velocidad de los cambios tecnológicos es tan vertiginosa que la conciencia de ellos, y de sus implicancias, queda siempre relegada. El común de los mortales no tenemos más alternativa que integrarlos a nuestra existencia para no quedar varados en la prehistoria. Los gurúes de Silicon Valley, olvidados del espíritu, nos reducen a la condición de conejillos de indias mientras van por la anhelada inmortalidad digital de la mente, anunciada por el transhumanismo.
Estoy lejos de ser un experto en tecnología o en inteligencia artificial. Más allá de lo que leo sobre el tema –creo que hoy no hay otro más relevante, pues lo afecta todo–, mi postura reticente se basa en la forma en que estos avances asombrosos, que al mismo tiempo nos reportan indudables beneficios, han ido impactando en mi persona y en el modo en que estoy en el mundo. En esto soy mi propio objeto de estudio, del que obtengo algunas conclusiones parciales y por cierto subjetivas que cada tanto me atrevo a compartir en estas columnas, no porque las considere verdades universales, sino porque cifran experiencias cotidianas con las que acaso muchos lectores, a su modo, podrían identificarse. Quizá les pase algo parecido.
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Hoy la abundancia me resulta un problema. Por ejemplo, Spotify me permitió descubrir cosas maravillosas, pero no me detengo en ninguna, tentado por esa zanahoria que dice que si me gustó esto también me gustará aquello, y así al infinito. Añoro lo que significaba, en tiempos analógicos, el hallazgo del disco que habíamos buscado o esperado durante meses. Es que la abundancia, desligada del otro polo, la escasez, puede resultar abrumadora. La misma impaciencia se trasladó a la lectura. Estoy con cinco o seis libros abiertos al mismo tiempo, que serán desplazados por otros antes de que llegue a terminarlos. Leo y escucho música, como siempre, pero mal. Y así me pierdo lo esencial. Muchas de las grandes obras de arte –una sinfonía de Bruckner, una película de Tarkovski, una novela de Faulkner– proponen una lenta inmersión en un tiempo distinto al habitual en el que se produce, si logramos entrar en él, la experiencia de una revelación. Hoy no siempre encuentro la disposición para eso.
Esta dispersión, creo, es consecuencia del exceso de oferta, derivado de uno de los principios que gobierna la revolución tecnológica: la cantidad, como valor, desplazó a la calidad. Los nuevos dispositivos lo ponen todo a tiro de clic y te obligan a hacer lo mismo. Hay que ser efectivos y producir mucho. La obsesión por la cantidad se trasladó incluso a los trabajos creativos o intelectuales, donde el estilo y la marca personal han sido siempre valorados. El mandato es producir más. Así, en la faena de alimentar el pozo sin fondo de la web, hasta lo que requiere un tratamiento artístico o artesanal se tiñe de las características de la producción en serie. En este sentido, hay una deshumanización del trabajo, porque lo que lo humaniza es la aspiración a hacer una tarea de calidad, que enriquezca tanto al que elabora el producto o la obra como al que los recibe. Por otro lado, en cuestiones de cantidad nunca es suficiente. Siempre hay que ir por más. En esa carrera vivimos.
Hoy habría que rescatar la premisa de la Bauhaus: menos es más. Para poder comprobar la verdad escondida en esta aparente paradoja, es necesario aprender a nadar contra la corriente, como el salmón. No digo para hacerlo siempre, sino cuando queramos edificar un muro de contención imaginario con el que detener la catarata de estímulos que atentan contra nuestro poder de concentración. Para eso hay que volver a tonificar los músculos y, sobre todo, la voluntad a la que responden, reblandecida por tanto surfeo inútil de una cosa a la otra. “Seguí en lo tuyo”, es un mantra que me repito cada vez más seguido.
Cuando Henry David Thoreau agonizaba en su lecho de muerte, alguien le preguntó si ya tenía vislumbres del más allá. “Un mundo por vez”, respondió el autor de Walden. Yo podría decir lo mismo, un mundo por vez. Pero, por favor, no todo junto.